La ‘mafia del agua’ de Los Cabos: campos de golf para turistas y barrios muertos de sed

Comparte

Hay un Cabo San Lucas que se atraganta de agua y otro que se muere de sed.

En el primero, los turistas estadounidenses se cocinan a fuego lento bajo el sol sudcaliforniano. Apenas salen de las lujosas haciendas que bordean la costa. Tampoco les hace falta. Pulseras all inclusive, piscinas infinity, jacuzzis con vistas al mar, campos de golf, verdes céspedes, la sombra de las palmeras, accesos exclusivos a playas desiertas,  mariscos estilo Baja, cerveza fría, arrebatadores atardeceres desde la tumbona. Tienen incluso sus propios periódicos, en inglés, como el Gringo Gazette o The Cabo Post, con noticias a su medida: récords de pesca deportiva, crónicas de torneos de polo, trucos para comprar propiedades a buen precio. Viven de espaldas a la ciudad.

En el segundo, los trabajadores mexicanos llegan a las haciendas temprano en la mañana y regresan a casa tarde en la noche. Cocinan la comida de los turistas, hacen sus camas, limpian lo que ensucian. Y luego vuelven a sus barrios construidos aquí y allá, desperdigados sobre cerros de tierra agrietada y sin sombra, donde el grifo hace años que no quiere dar agua. Las calles alguna vez asfaltadas hace tiempo que perdieron la batalla contra el desierto y la basura se apila en las esquinas.

Nunca llueve sobre Baja California Sur, un inmenso desierto, hipnótico como solo puede serlo la naturaleza más hostil. Y aquí, en el sur de los sures, el agua —su escasez, su abundancia— divide la ciudad en dos, una frontera de colores entre la riqueza y la pobreza: el verde de los campos regados y el marrón de la tierra deshidratada de las colonias obreras. En La Paz, más al norte pero con un clima similar, hay escasez, pero no a esa magnitud. Tampoco en San José del Cabo, a 30 kilómetros, la ciudad que junto a Cabo San Lucas conforma el municipio de Los Cabos. El agua se ha privatizado. Ahora es un lujo.

Los vecinos lo llaman “la mafia del agua”.

—Ahí está el negociazo, porque agua hay bastante y a la hotelería nunca le falta. Todo el tiempo el turista es el que tiene todo acaparado. Pero a las colonias populares, la gente trabajadora, la gente que está al día, nos tienen olvidados.

Se llama Dulce María Mendoza Nava, pero todo el mundo la conoce como Doña Dulce. Como dos de cada tres habitantes de Los Cabos, no nació aquí. Aterrizó en el mundo hace 45 años en Culiacán, la capital de Sinaloa, emigró joven, dio tumbos por Sonora y Tijuana y hace 13 años se asentó aquí con su marido. Tuvo hijos, luego nietos, otros familiares siguieron sus pasos. Echó raíces. Hoy no se ve en otro lugar.

Doña Dulce es una mujer de contrastes. Su blusa de flores hace juego con el mantel de plástico de la mesa del salón, pero quizá desentona algo más con los libros de brujería casera que pueblan la estantería. Vive de su puesto de jochoshot dogs, un carrito que aparca en la puerta de su casa, un bajo pequeño y muy limpio con suelo de cemento y un patio de tierra al frente. Está en una hilera de apartamentos adosados, todos iguales, en la colonia Chulavista. El agua siempre faltó, pero antes la escasez era más discreta. “Primero nos ponían el agua una vez cada 15 días, después cada 20. Ahorita tenemos más de un mes y medio sin ella”, dice.

La gente como Doña Dulce, la mayoría en la ciudad, vive haciendo malabares: con el agua, con los números. “Uno hace maniobras con un bote aquí, otro bote allá, un tinaco, otro en el baño, pero imagínate, más de un mes y medio sin agua, ¿cómo le haces”. Su trabajo es inestable, los ingresos no son regulares, los contratiempos se sienten más. “A veces vendo, a veces no. Vamos a decir que unos 3.000 pesos por semana sí me quedan”. Calcula que al mes gasta más de 1.000 pesos (casi 50 dólares) en comprar agua a empresas privadas.

La factura llega puntual cada mes a pesar de que del grifo no salga nada. Normalmente, entre 150 y 200 pesos (entre 7,5 dólares y casi 10). En teoría, el Gobierno suministra pipas a todas las colonias; una aplicación en el teléfono avisa de los repartos. En la práctica, llegan tarde o no llegan. Los camiones cisterna, un nuevo y rentable negocio, circulan todo el día por la ciudad. “Las pipas son el negociazo aquí. Todo el día pasan, imagínate, es que son del mismo Gobierno”, especula.

Un joven trepa por una escalera en la fachada de un edificio a pocos metros de casa de Doña Dulce. Sobre los hombros carga una manguera enchufada a un camión cisterna. En la terraza hay un enorme tinaco que los vecinos le han pagado por rellenar. Su compañero, Miguel, espera en el vehículo. Tiene 19 años y trabaja en esto desde hace dos. Es de Cangrejo, otro de esos barrios como Chulavista.

Su trabajo consiste en repartir agua por la ciudad, pero confiesa que en su casa llevan más de dos meses sin recibirla. Las tuberías están secas. “Es una batalladera. Pagas el agua y cae una vez al mes. Prometen que va a haber y nada”. El camión es de su padre. Pagan 700 pesos (35 dólares) por 1.300 litros, luego los venden a 1.500 pesos (más de 74).

Un joven trepa por una escalera en la fachada de un edificio a pocos metros de casa de Doña Dulce. Sobre los hombros carga una manguera enchufada a un camión cisterna. En la terraza hay un enorme tinaco que los vecinos le han pagado por rellenar. Su compañero, Miguel, espera en el vehículo. Tiene 19 años y trabaja en esto desde hace dos. Es de Cangrejo, otro de esos barrios como Chulavista.

Su trabajo consiste en repartir agua por la ciudad, pero confiesa que en su casa llevan más de dos meses sin recibirla. Las tuberías están secas. “Es una batalladera. Pagas el agua y cae una vez al mes. Prometen que va a haber y nada”. El camión es de su padre. Pagan 700 pesos (35 dólares) por 1.300 litros, luego los venden a 1.500 pesos (más de 74).

Pero frenar la migración es como ponerle puertas al mar. Todos los meses nacen nuevas invasiones, diseminadas por los cerros del desierto, en lugares sin alcantarillado ni tendido eléctrico. Menos aún agua. Alguien llega, se instala y otros le siguen. Suelen surgir pequeños caciques que exigen un pago por la tierra, pero mucho menor de lo que costaría un alquiler en una de las ciudades con el suelo más caro de México.

Alberto Jiménez está cubierto de polvo: la cara, la gorra, la camiseta que una vez fue blanca, los pantalones, las sandalias. Nació en Veracruz, un paraíso de lluvia y vegetación, pero con poco futuro y mucha violencia. No ha vuelto a casa en siete años. Sus hijos siguen allí. “Tengo hasta nietos que no conozco”. Vino a Los Cabos buscando trabajo. Muchos lo hacen: en 2021, era la “región con el segundo índice de migración interna reciente y acumulado”, según un estudio de la Universidad Autónoma Indígena de México.

Hace cuatro meses que Jiménez (46 años) y su esposa se asentaron en una nueva invasión, a espaldas del barrio de Doña Dulce. Ella limpia habitaciones de hotel. Él hace un poco de todo: albañilería, carpintería, herrería, lo que vaya saliendo. Dice que cobra entre 3.500 y 4.000 pesos semanales (entre 173 y 198 dólares). En otro lugar de México sería un buen sueldo, pero en Cabo San Lucas los precios hablan un idioma distinto.

Reportaje completo:

https://elpais.com/mexico/2024-12-09/la-mafia-del-agua-de-los-cabos-campos-de-golf-para-turistas-y-barrios-muertos-de-sed.html

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Entrada siguiente

Congreso de Sonora turna para análisis iniciativa de reforma en materia electoral

sáb Ene 4 , 2025
ComparteHermosillo, Sonora; 4 de enero de 2025.- La Mesa Directiva de la Diputación Permanente, en la sesión de este sábado, turnó para su estudio y análisis la iniciativa de reforma en materia electoral remitida por el titular del Poder Ejecutivo de Sonora. Acompañado por las diputadas Rosángela Amairany Peña Escalante […]

Puede que te guste